RESEÑA DE K. L. Reich, POR ÁNGEL NOGUEIRA DOBARRO

Joaquím Amat-Piniella

K. L. Reich

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Por: Ángel Nogueira Dobarro  (*Director Editorial de Siglo del Hombre Editores)

Joaquim Amat-Piniella nació en Manresa (1913-1974) y fue educado en casa por sus padres; durante la República llevó a cabo una intensa actividad cultural y política. Al estallar la guerra civil, se alistó voluntario en el ejército republicano y combatió en el frente andaluz. Acabada la guerra se instaló en Francia, donde fue internado en diferentes campos de refugiados. Posteriormente, fue movilizado por el  ejército francés como trabajador forzoso; en junio de 1940 fue hecho prisionero por los alemanes y deportado a Maunthausen y después a otros campos de la ribera del Danubio, donde permaneció hasta su liberación por los norteamericanos en mayo de 1945.  Entre los años 1945 y 1946 escribió la novela autobiográfica K. L. Reich sobre sus experiencias en los campos Nazis, donde  siguió trabajando hasta que fue liberado. Su obra testimonial logra ver la luz en 1963.

En su libro nos refiere detalladamente su visión de la naturaleza de los campos de exterminio nazi. De este modo las penalidades de los españoles que fueron hechos prisioneros los conocemos por los relatos de algunos supervivientes. Su forma de enfocar la experiencia nazi es muy similar a la de Primo Levi que resume en su famoso libro Si esto es un hombre. Dice que lo único que no se podía explicar por escrito era el olor a carne quemada ¿qué haces con el recuerdo del olor a carne quemada? La presencia constante de la muerte gobierna el pequeño mundo en que se mueve cotidianamente. Lo cual llega a tal estado de saturación e insensibilidad que la visión de un montón de cadáveres ya no les inspira piedad sino repugnancia. El exterminio que proporciona la experiencia del campo nazi muestra con toda evidencia que toda su actividad y formas de comportamiento está dirigida a una radical deshumanización del ser humano. Todo es violencia y destrucción, aniquilación. Es admirable que los ciclos de la naturaleza mantengan sus rutinas  milenarias lo cual hace aún más escalofriante esa normalidad de muerte y destrucción hábilmente construida por el hombre para la aniquilación de sus semejantes.

(pp 152-159)

“Durante aquellos días sin fin, Francesc revisaba su vida y pese a su convicción de haber obrado siempre de acuerdo con su conciencia, encontraba en su interior un vacío, cuya naturaleza escapaba a su análisis. Le pareció encontrar un principio de explicación de ese vacío, al darse cuenta un día del valor que tenían para él las visitas de su amigo. Siempre solitario, no había conocido en su vida afecto alguno y, posiblemente por instinto, se había dejado arrastrar por una fe social a la que había sacrificado sus años de juventud y  a la que iba a dar lo poco que le quedaba. Un amor que había pedido mucho y que sólo le pagaba con la vaga sensación del deber cumplido. Ahora, en la Isolierung, se daba cuenta del valor de  una amistad, cálida e  incondicional, como la de Emily. Veía con desconsuelo que de todos los yacimientos vitales había ignorado el mejor y, demasiado tarde para hacer marcha atrás, se agarraba desesperadamente al desahogo sentimental que representaba para él las visitas de Emily, cada vez que era posible burlar el reglamento que las prohibía. Entonces la presencia del dibujante era la compensación real y sensible de su vano sacrificio. Aunque su voz se hubiera debilitado mucho y sus palabras salieran de sus labios siempre entreabiertos con harta dificultad, en tales ocasiones se resarcía de los silencios tristes de sus días de soledad.

  • No hables tanto. Te cansas.

Los accesos de tos cavernosa que de vez en cuando cortaban la conversación dejaban al dibujante en la duda de si obraba bien dejando hablar a su amigo. Claro está que la euforia del enfermo era transitoria y que las depresiones venían luego cada vez más profundas, pero Emily llegaba al convencimiento de que, a un inútil ahorro de fuerzas, era preferible mil veces la alegría de tales expansiones.

  • Bastante les ha costado… cogerme… Ahora estoy listo… terminado… Sólo me fastidia eso… que me quemen… Entero, todavía me atrevería a salir… de vez en cuando… a hacerles la puñeta… a exigirles cuentas…
  • No sigas con tus tonterías…
  • No son tonterías… No, no… Más de uno se alegrará… allá, en el pueblo… Créeme… lamento darles ese gusto…
  • El médico dice que vas a mejorar.
  • El médico no sabe nada.
  • Y después de una pausa, con los ojos fijos en los travesaños de la cama superior, añadía con voz vacía aún:
  • Acuérdate… de todo esto… cuando se termine la guerra… Emily le estrechó la mano. El hedor de los enfermos le mareaba. Al otro lado de la cama Francesc, un polaco hablaba con su visita. En la cama de arriba alguien sollozaba. Decidió despedirse; no se sentía seguro de su entereza.
  • No puedo abusar – dijo para explicar su súbita decisión –.

El médico me ha hecho prometer que no te cansaría.  Hasta otro momento.

Unos días después, al salir de otra de sus visitas y al dirigirse a la otra ala del block donde el médico español tenía su pequeño consultorio, un enfermo le paró.

  • Sal corriendo – le dijeron. Acaba de entrar el médico de la SS y si te encuentra aquí… vete, vete enseguida.

Emily obedeció. La congoja que, como siempre, se había adueñado de él en la sala de los aislados se resistía al aire frío que llegaba acanalado entre los barracones. Emily notaba un peso en su pecho, algo así como un presentimiento. Aquella situación tenía que terminar, la hora llegaría fatalmente en que… ¿al día siguiente, al cabo de una semana, de un mes? Francesc muerto. Este era el significado real de su presentimiento, pero le resultaba imposible imaginar a su amigo sin vida. Sin él serían incomprensibles muchas cosas: continuar viviendo en el campo, la derrota de los alemanes y hasta el propio fin de la guerra. Emily comprendió que la resignación de Francesc ante la fatalidad era en cierto modo la seguridad de sobrevivir en un estadio superior, quizá en el otro mundo, donde su maravillosa fuerza personal encontraría un campo mejor en que aplicarse. En este caso, la muerte llevaba implícita la sublimación de la vida, una deseable consagración. Aunque confusamente, Emily empezaba a explicarse otras cosas.

Su presentimiento hubiera sido más patético aún, si por conocer mejor las costumbres de la enfermería, hubiese sabido que el médico SS solo iba a su despacho por las mañanas, y que si en alguna ocasión se presentaba por la tarde, era para hacer selección de fichas; si hubiese sabido que las cartulinas seleccionadas eran marcadas con una cruz potenzada en tinta roja; su hubiese sabido, en definitiva, que el  número de enfermos era en aquellos momentos muy superior a la cifra oficialmente admitida.

Al siguiente día no  aparecería el sol. La niebla del amanecer se levantaría poco a poco en el curso de las primeras horas, pero un techo compacto de nubes cubriría la mañana entera. Probablemente, más tarde, caería una nieve pequeña y seca, provocada por un descenso repentino de la temperatura.

Francesc había dormido bien hasta que le despertó una sensación de frío. Se notaba los pies helados y un fuerte temblor se había apoderado de su cuerpo. Esperando con ello reanimarse, había metido la cabeza debajo de la manta, pero no pudo resistir mucho  rato tal postura. Le faltaba aire. Le extrañó que el frío que sentía no fuese como el de otras veces.  Sus temblores tenían algo de nervioso. Sus manos estaban húmedas. Intentó amodorrarse. Inútil. ¡Aquel hedor! Un hedor insistente que parecía formar un todo con el frío. Supuso que el mal olor procedía de alguna cama próxima. De nuevo se cubrió la cabeza con la manta, pero también su cama, quizá su cuerpo, despedían la misma peste. La habitación entera estaba impregnada. Echó una mirada a las camas vecinas. La paja de las colchonetas molida y polvorienta, las arpilleras manchadas, las mantas mugrientas, todo cuanto le rodeaba conocía una larga historia de crueldad y tristeza. ¿Cuántos compañeros de cautiverio habían pasado por allí antes que él y sus vecinos? Ninguna compañía, ninguna ternura, sólo asco y miedo. Francesc comprendió: era la fetidez de la muerte la que emanaba de sus camas y de sus cuerpos. Figuraciones, decadencia, pensó. Figuraciones de enfermo. Quiso reaccionar, pero pronto se dio cuenta de que era sólo una prueba más a la que la muerte sometía su valor. Algo indefinible flotaba en el aire. En la sala, habitualmente abandonada, había aquella mañana un trajín desacostumbrado. Después de haberse llevado a los muertos durante la noche, como todos los días, algunos enfermeros habían entrado y salido numerosas veces y hasta el Kapo había hecho varias visitas con papeles en la mano y tomando notas.

-¿Qué pasa?- le preguntó Francesc al médico español, una vez que éste entró.

– Nada importante. Visita y probable traslado.

Y se marchó sin dar más explicaciones.

Francesc llevaba demasiado tiempo en el lugar para que pudiera compartir la fingida despreocupación de la respuesta de su amigo. A los  moribundos no se les visita, se dijo. En cuanto al traslado, sí, seguro que sería verdad. Él nada sabía de las fichas con cruces rojas, pero no creía librarse cuando se produjera la primera selección. Pero, cosa rara, su angustia se había desvanecido. Tuvo que hacerse algo de violencia para admitir que aquella podía ser su última hora. Se la había imaginado de mil maneras, pero nunca hubiera creído que pudiese llegar con la placidez interior que en aquellos momentos volvía a sentir. Quizá unas horas más tarde yacería rígido y desnudo en el depósito del crematorio, un cadáver más entre centenares de cadáveres. Pero el pensamiento no le infundía miedo alguno. El corazón le latía con regularidad y, por muchos esfuerzos de imaginación que hiciera, no lograba descubrir la proximidad de abismo alguno. Muy al contrario, veía ante sí una pendiente suave, sin fin, donde los sentidos no iban a producir molestias de ningún género. Los padecimientos, las injusticias, las ingratitudes, el olvido, los  odios, los crímenes, la dolorosa auto exigencia de siempre… todo se desvanecería para dejar paso a la dulzura de la nada. Hasta llegaba a carecer de sentido el pensar que tantas veces había lamentado no haber puesto un rápido final a su aventura repeliendo la agresión del SS con un gesto viril. Una luz nueva se había puesto sobre todas las cosas, y la venganza, como pasión, aparecía ahora bajo el aspecto de tensión abrumadora y fatigante. Se sentía muy por encima de todo eso. La certidumbre de que el sacrificio no era tal desde el momento en que afirmaba la razón y la esencia de su ser le llevaba a aceptar la muerte como colofón obligado, sin el cual sus años de lucha no tendrían sentido alguno. ¿Por qué desear nada más, si la paz infinita estaba al alcance su mano?…

Acababa de entrar el Kapo por segunda vez, en compañía de dos subordinados. Los tres hombres se dirigieron sin vacilar a la cama del polaco.

  • Tienes que pasar visita – le dijeron – Anda, te ayudaremos. Eres el 2765, ¿no?

El Kapo hizo una señal en su lista. Los otros dos cargaron con el enfermo. El desgraciado lanzó de pronto un estridente chillido. Con los ojos fuera de sus órbitas gritaba:

  • ¡Me van a matar!… ¡No, no quiero! ¡No quiero morir!… Fue el rayo que desató la tormenta. Mientras unos empezaban a sollozar, otros gimoteaban o gritaban a todo pulmón que estaban sanos, que lo que iban a hacer con ellos era un crimen. Algunos lanzaban imprecaciones de insultos, o invocaban a sus familiares. Muchos rezaban. Todo ello en tantas lenguas como enfermos había en la sala. Francesc se puso las manos en la cabeza como para protegerse de tanta desesperación. Al cerrar los ojos, con toda su fuerza pretendía aislar sus sentidos; no quería ver la muerte bajo otros aspectos que los ya aceptados por su voluntad, los que la hacían benigna y casi deseable.

Al desaparecer el polaco se produjo un silencio oprimido. Es posible que alguno de los enfermos esperara la realización  del milagro. Sólo se oían de vez en cuando unos sollozos  ahogados que parecían medir el tiempo. No se produjo ningún prodigio. A los pocos minutos  volvió el Kapo con su lista.

El judío holandés fue el tercero de la serie. Francesc le cogió la mano…

La sala donde le condujeron era como el comedor de un Block. Sentado al otro lado de una mesilla, el médico SS revolvía papeles. En el centro, bajo una gran pantalla, la mesa de curas, articulada y cubierta con un hule granate y, a su lado, una mesilla de cristal con ruedas cubierta de botellas y herramientas niqueladas. Un enfermero estaba allí con bata azul: un conocido. Los dos acompañantes dejaron a Francesc tendido en la mesa y se retiraron. El enfermo tuvo la impresión de que el tiempo transcurría más veloz que nunca y que los movimientos de los que le rodeaban eran bruscos y convulsos. La pantalla con el espejo cóncavo en su interior, parecía recoger materialmente su atención. Sintió frío y notó que se le ponía la carne de gallina. ¿Qué significaba aquello? Tuvo que hacer un esfuerzo para situar su pensamiento y recordar que iba a morir. Pocos minutos, pocos segundos… Soy idiota, pensó. Estoy soñando. Aquí no hay médicos, ni mesas, ni pantallas, ni yo siquiera. Sólo parecía real el espejo que le observaba y aniquiliba de su conciencia la huella del tiempo y las dimensiones del espacio. ¡La muerte era un espejo! Fría, reluciente, virtual, una imagen ilusoria, el reflejo invertido de un mundo absurdo, de unos hombres ajetreados alrededor de una mesa donde estaba tendido un hombre desnudo.  Francesc pensó que aquel momento fugitivo, inconsistente, irreal, era el que pesaba obsesionante y temible durante toda la vida. Le pareció que el pasado tenía algo de grotesco. Las luchas de años, de muchos años, sólo para retrasar este instante, eran sin duda desproporcionadas y hasta ridículas. ¿Miedo? ¿De qué? ¿De la luz que le deslumbraba con el fogonazo de la revelación? El espejo deformante era la Muerte, y la tenía ante  sus ojos, fascinante por lo que tenía de mágica, imponente por lo que tenía de serena. Alargando la mano hubiera podido alcanzarla…

Debía llevar largo rato en aquella situación, por cuanto, al frotarse la piel del muslo la notó helada. ¡Resfriarse ya no tenía importancia alguna. Las palabras fueron pronunciadas sin esfuerzo, sin querer.

El enfermero era alemán. Nada dijo. Fue el médico español, de pie al otro lado, quien contestó: con este tratamiento mejorarás. No temas.

  • Ya lo sé – dijo Francesc con una breve sonrisa.
  • – ¿Cuánto tiempo? Poco – repuso el médico con voz oscura.

Y le puso la mano en el antebrazo.

  • La gasolina no alcanzará – dijo el enfermero de la bata azul.
  • Reduce la dosis – respondió el médico SS -. Con menos mueren igual.
  • Tardan más y sufren mucho.
  • ¡Muy bien! Reduce la dosis.

***

En el desierto de la vida, así finaliza la aventura de tres amigos que llegaron a uno de los campos de exterminio. La muerte deshumanizada constituye su terrible experiencia.

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